En publicaciones anteriores he desarrollado la
necesidad de tener una visión nueva e integral del aprendizaje en las
organizaciones. Nueva en su enfoque, en la medida que incluya la aplicación
como parte de su alcance y responsabilidad.
En latinoamérica estamos aún lejos de la
tendencia ya avanzada en otros países y culturas empresariales, en contar con
un área de aprendizaje y desarrollo cercana a la operación. Esta área es
responsable por la aplicación de lo aprendido y en esa medida es estratégica al
agregar valor o retorno económico.
En mi opinión y experiencia, muchos altos directivos al mismo tiempo que reconocen el valor del aprendizaje para sus organizaciones descubren que existe una brecha significativa entre lo que esperan de él y lo que obtienen a cambio por los recursos invertidos. Incluso, algún directivo en un proyecto decidió que a partir de ahora consideraría un presupuesto ilimitado para el área de capacitación; siempre y cuando se comprometieran a “devolver” los montos asignados a cursos o programas en forma de beneficios económicos de los mismos.
Siguiendo esa lógica, las áreas de aprendizaje no tendrían el presupuesto o los fondos que necesitan porque no saben vender o demostrar el retorno económico de las iniciativas de aprendizaje que solicitan. Y yo entiendo pues comprometerse con un ROI no es fácil y puede llegar a espantar a una persona que toda la vida ha reportado resultados de su trabajo en forma de encuestas de satisfacción o indicadores operativos de cursos, personas entrenadas, etc.
Partamos por entender qué es el ROI en un departamento de entrenamiento y capacitación. Es una tasa financiera resultante de restar los beneficios económicos que trae la aplicación de los conocimientos o habilidades que desarrolla un curso, a todos los costos necesarios para su realización, para luego comparar (o dividir) esa diferencia (o beneficios netos) contra los costos previamente considerados. Algo así:
“Cualquier directivo astuto no descarta a la ligera una iniciativa que le brinde retorno a la inversión.”
¿Qué significa este resultado? Pues cuántos
dólares o pesos se obtienen de la aplicación de un curso luego de haber
deducido sus costos. Por ejemplo, si la monetización de los beneficios de un
curso fueron $20,000 y todos los costos necesarios para su realización fueron
$8,000, el Retorno a la inversión será del 150%. Es decir. Por cada $1
invertido en ese curso, no solo se recupera ese $1 que costó, sino que también
se obtienen $1.5 adicionales.
A este tipo de indicadores está acostumbrada
la alta gestión. Esos son los indicadores que les gusta ver y sobre los cuales
basan muchas de sus decisiones cotidianas.
¿Cómo superar el temor a comprometernos con una tasa de retorno para un programa o curso? Te propongo una forma. De los dos componentes de la fórmula del ROI el más fácil de obtener es el divisor, los costos. Haz una lista de todos los costos posibles asociados a la realización del programa: lo que costará levantar las necesidades, lo que costará su diseño y desarrollo, lo que costará contratar un proveedor, una instalación (cuantifícala aún si es propia usando un costo de alquier de referencia), los costos de facilitación, coordinación, materiales, viajes, movilizaciones, alimentación, los salarios de los participantes durante el tiempo del curso (con beneficios), los costos de oportunidad por detener la operación, los costos de reemplazo de los participantes si aplican, las horas que tomaría hacer los cálculos, etc. Una vez tengas los costos totales, tendrás también los beneficios mínimos que el programa debe arrojar en el peor escenario, para que el ROI sea cero. Es decir, para que el curso por lo menos pague lo que costará.
Pregúntate entonces, considerando el indicador que impactarás con el curso o programa, ¿cuánto más tengo que vender?, ¿cuánto debe subir la productividad?, ¿cuántos errores menos debemos cometer?, ¿cuánto deben reducirse los desperdicios?, o cualquier otra respuesta necesaria para llegar a equiparar los costos del programa ¿Es realista? ¿Nos podemos comprometer a lograrlo? Si lo es, comprométete a un ROI igual a cero. Luego tendrás más confianza y experiencia para ir comprometiéndote a más.
Ese es el tipo de análisis al que nos debemos acostumbrar como áreas de aprendizaje, sobre todo en los programas más importantes que desarrollamos. Aquellos más costosos, aquellos que están alineados directamente con los objetivos estratégicos, aquellos que responden a una situación concreta, aquellos en los que la alta dirección tiene más interés, aquellos en los que cubrimos a muchas personas y en los que dedicamos más tiempo.
Es verdad que para poder asignar beneficios a un curso debo tener también la capacidad de aislar factores que podrían afectar y que no están relacionados con el curso mismo. Pero también es verdad que existen formas económicas y sencillas para hacerlo, como los grupos de control (hacer que un grupo tome el curso y otro no para luego comparar resultados), proyectar las líneas de tendencia (responder a la pregunta ¿qué pasaría si no hacemos nada?), usar estimaciones de expertos, etc. Es cuestión de estudiar un poco y empezar a aplicarlos.
Para mi el nuevo rol del aprendizaje y desarrollo en una organización se define como aquel papel estratégico que asume esta área cuando se acerca a la operación para brindarle beneficios concretos, monetizados y demostrados. Cuando aprende a ir más allá de los indicadores básicos y cualitativos con los que demostraba su aporte para empezar a demostrar cambios en los comportamientos y acciones de los colaboradores, cuando los empieza a asociar con indicadores del negocio y sobre todo cuando los monetiza comparándolos con todos los costos posibles.
Estoy seguro de que un área así tendrá asiento permanente en la mesa estratégica del negocio y contará con los recursos que necesite para seguir aportando valor. Ningún directivo sensato prescindirá de un área o un ejecutivo que le brinde un aporte semejante.